Tenía sólo 17 y no quería someterse a su destino, a lo obvio, a aquello que todos creían sería su futuro. Se fue, o más bien huyó de esa casa edificada sobre arena y cimientos de mentiras.
Valparaíso apareció como un oasis en la carretera, la saludó con sus cerros y colores. Tropezó con los gatos a los cuales inventó una alergia y el aire marino caló su piel hasta hoy.
Encontró lo que siempre quiso entre libros, eternas noches de insomnio y pensionistas que buscaban lo mismo que ella, una familia.A sus 19 él odiaba el destino. Su vida perdió el sentido una tarde de enero cuando el mar se llevó su compañero más querido. Quiso huir de ese gigante ladrón, pero no pudo. Aún no sabe por qué en vez de temerle, lo ama y necesita sentirlo, hablarle, llorarle ...
Y estas dos almas se encontraron por mera casualidad en ese camino que decidieron tomar, uno por cobardía y otra por coraje. Se enamoraron hablando de Carrera, Napoleón y las placas tectónicas y se dejaron envolver por esa ciudad indescriptiblemente cautivadora con sus calles sin salida, ascensores coloridos y fuentes de soda de mala muerte.
Ella confiesa que la primera vez que lo vió no le agradó su tono intelectual , él dice que era muy flaca para su gusto y ninguno de los dos es capaz de explicar como llegaron a casarse en una sencilla capilla de Estación Central poco antes de tener a su primera hija. La única vez que me atreví a preguntar el motivo de tal unión, ella me contestó con una frase tan escueta como sencilla, " porque lo amaba".
Hoy los sigue uniendo Carrera, pero sólo como colegas. Sin embargo, no hay de que asustarse, porque vivieron felices para siempre, quizás no en el mismo castillo de Maipú que soñaron juntos alguna vez, pero aún los une una vida, o mejor dicho dos y si les preguntas donde quieren terminar sus días, Oriana y José Luis dirán, "frente al mar en mi puerto querido, en mi Valparaíso".
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