Llanto

jueves, mayo 18, 2006


Rojo. Increíble. Esa luz del atardecer que hace que todo se torne más hermoso. Mi habitación se transforma en un lugar mágico, placentero, y casi no se nota tu vacío. Aquel que dejaste anoche, cuando te llevaste en tu maleta mis sueños de un ocaso eterno junto a tí. Y quise volar, pasar por ese trance parecido al insomnio, en el que es difícil saber si se está despierto o dormido.
Apoyé mis pies en la lata fría de mi ventana, y sentí la brisa nocturna bajo mi camisa de dormir, la suavidad de tus besos aprisionando mi mano, diciéndome que saltara, que nada nos ocurriría, que mientras tus caricias me sostuvieran la felicidad no se iría de mí.
Abajo es de noche. Oscuridad y frío. Un borracho duerme en una banca en la plaza y la mujer del deparatamento vecino fuma y escucha un disco de bossa nova. El ritmo oscila en mi cabello, aún suelto y desordenado, baja por mis ojos, negros de tanto sufrimiento y llega hasta mi boca, amarga, fría, triste.
La ciudad me habla, me susurra, me invita a entrar en sus fauces para no salir jamás. Creo ser seducida por esta selva de luces que ha logrado cegarme. Me entrego a la nada, al vacío de sentir que nada será como antes, que mi vida ha terminado hoy y que no consigo aceptar que ella nunca se fue. Que la intrusa era yo. Me odio por no poder odiarte y la cobardía me hace resbalar. Caigo. Mis piernas se enfrían, mi rostro siente la tensión del movimiento, y ahora la urbe se acerca como en torbellino. No llueve, pero mi cara está mojada. La esencia salina que corre por mi piel ha quitado la amargura de mi boca. Mis pies tocan el suelo, mojado por el rocío nocturno.
Está amaneciendo, y otro atardecer llegará pronto. Seco mis lágrimas y decido esperarlo.

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